—Ya te lo he dicho, querida. No bebo. Pero pasaré a visitarte mañana, si así lo decides.

—Oh, sí, desde luego. Claro que sí. Voy a…

—He dicho “si así lo decides”, querida. Así que medita bien tu decisión antes de mañana al atardecer. —Y dicho esto, cruzó la puerta. Nerissa negó con la cabeza. A esta presa habría que camelársela más de lo que imaginaba para convencerla de que ayudara a la familia. La mujer parecía un libro abierto, pero Nerissa suponía que aún tenía mucho por descubrir.

De pie en los escalones de la entrada, mientras veía al carruaje marcharse, Nerissa se dio cuenta del frío que hacía ahora de repente. Un escalofrío húmedo y glacial pareció atravesarla, aunque la noche estaba templada aún no hacía una hora. Y de nuevo esa niebla: daba la sensación de brotar de la tierra como un ser vivo, formándose con algún propósito maligno.

Se giró ansiosa para volver a la calidez y la luz de la casa —y tal vez a una copa de vino— cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por fuertes resoplidos, totalmente distintos del suave crujido del carruaje de Carlotta que se alejaba en la distancia. Nerissa forzó la vista para distinguir algún detalle entre los zarcillos arremolinados y cambiantes de la niebla.

Ladeó la cabeza con fastidio cuando de la niebla surgió poco a poco una gran carreta que avanzaba lenta y pesadamente hacia el patio, con el conductor encorvado como un troglodita en el asiento. ¿Qué comerciante haría una entrega a esas horas? Y llamando a la puerta de entrada, nada menos. ¿Pensaba que porque ella atravesaba una mala racha se podían obviar las reglas básicas del decoro?

—¿Es usted la señora Natoli? —El corpulento plebeyo bajó de la carreta y se sacó del cinturón un pergamino doblado.

—Sí, soy la Sra. Natoli. ¿Qué trae exactamente a mi casa a estas horas?

—Pues me temo que a su marido, señora.

Nerissa sintió que las rodillas se le doblaban cuando distinguió el tosco ataúd de madera en la parte posterior de la carreta. Maurice vino corriendo a su lado y ella se apoyó en él, tras cortársele de repente la respiración.

—¿Ashton? ¿Está… muerto?

El hombre la miró, con preocupación y compasión dibujadas en su curtido rostro. —Oh, demontre, ¿no lo sabía? Pues lo siento muchísimo, señora. Habría preferido que no se enterara así. No es forma. No, señor.

Le entregó el pergamino a Nerissa, quien lo tomó con los dedos entumecidos. Buscó algo que decir, cualquier cosa que acabara con la agonía que le contenía la respiración en el pecho. —¿Qué… qué hay de sus pertenencias? ¿Dónde están?

El hombre frotó las botas contra los escalones y sacudió la cabeza. —Bueno, pues… todo lo que tiene lo lleva puesto, ¿no? “Toda su riqueza es ahora un sudario”, como suele decirse.

Nerissa sentía que se quedaba lívida, y el hombre miró ansioso a su alrededor. —Pues se lo entro ahí atrás, ¿de acuerdo? —Se giró para subir a su asiento. Nerissa asintió en silencio y miró cómo la carreta salía del patio para ir a la parte posterior de la mansión. Se dio cuenta de que aún sostenía el pergamino. Lo desplegó y trató de distinguir algo entre las lágrimas que le hacían escocer los ojos.

La letra apretujada era difícil de descifrar, pero Nerissa ya veía de qué se trataba: una factura de entrega.


Elizabeth, por una vez en su vida, estaba inconsolable. Tal vez había empezado a asimilar al fin la magnitud de su infortunio con la noticia de la muerte de su cuñado. Había sido una de las personas favoritas de Ashton, quien reconocía en ella un alma gemela por su alegría y por cómo disfrutaba de la vida como un niño. Ahora sollozaba tan incesantemente que Nerissa se vio obligada a sobreponerse a su propio dolor y ocuparse de ella. Se enjugó las lágrimas y pensó qué podría animar a Elizabeth. —No te olvides de la fiesta de los Lancaster, cielo. Aún tienes que terminar tu disfraz. ¿Por qué no vas a buscar a Maurice para que te ayude a recortar más hojas?

Elizabeth asintió con la cabeza y se marchó al trote, dejando a Nerissa con sus pensamientos melancólicos. Sabía demasiado de demonios y brujería como para achacar todo esto a una mera coincidencia, pero le resultaba imposible encontrar alguna explicación que tuviera sentido. Se sintió estúpida por imaginar tales cosas, pero también era verdad que se sabía que tales cosas habían ocurrido últimamente en Westmarch. Por un momento, le entró el pánico: esa bruja, esa vieja, había matado a su marido. Y ahora iba a meter a la pobre Elizabeth en el trato. ¿Qué horrible destino podía ella…?

Sacudió la cabeza con fuerza. Lo que importaba era que la anciana iba a regresar esa noche, y que Nerissa tenía que andar con mucho ojo si quería hacerse con la fortuna que sabía que podía ser suya.


—¿Señora? ¿Señora? Una invitada… —Era evidente que Maurice no esperaba que Carlotta entrara sin más a grandes zancadas cuando le abrió la puerta, y fue siguiéndola como un cachorro confundido mientras se retorcía las manos y exclamaba con el tono de voz más alto que se atrevía a usar para dirigirse a su ama.

Nerissa se levantó del banco donde había meditado sobre la llegada de Carlotta y salió rápidamente a la balaustrada que daba a la entrada y a la escalinata principal. Maurice aún seguía a Carlotta, quien subió las escaleras con más energía de la que su cuerpo minúsculo sugería, con su bastón de ébano golpeando fuertemente cada peldaño de mármol. —Acompáñala, Maurice, si eres tan amable —respondió Nerissa en un tono tranquilizador, perfectamente consciente de que a Carlotta no le hacía ninguna falta. De hecho, aún gracias si el viejo criado lograba alcanzarla antes de que la anciana hubiera llegado a la estancia. Pero aquella era la clase de hipocresía gentil sobre la que se cimentaba la sociedad educada.

Tras las mínimas cortesías, Carlotta asió el puño de su bastón con ambas manos y se inclinó hacia delante en su butaca. —Y bien, hija mía. En cuanto a la apuesta...

Dejó que la palabra se apagara como una proposición indecente, y Nerissa se armó de valor. Le había dado muchas vueltas a la apuesta de esta noche. Enderezó la espalda, se puso las manos en el regazo cuidadosamente y habló de forma lenta y precisa como un colegial prudente que recitara una lección. —Una vez más, apuesto cualquier cosa que yo tenga y que usted quiera.

—¿Lo que siempre has llevado más adentro y que solo tú puedes dar?

Nerissa se limitó a asentir con la cabeza. —Por mi parte, deseo una dote para Elizabeth. Suficiente para que cualquier caballero de Westmarch quiera desposarla.

—Hecho.

Nerissa se sorprendió por la brusquedad en la voz de Carlotta. Y ese brillo en sus ojos… ¿Era "hambre" la palabra adecuada? No, pero parecía realmente que aquella vitalidad de mejillas sonrosadas de la anciana se hubiera deteriorado para convertirse más bien en una fijación malhumorada. La expresión no le sentaba bien a Carlotta, y Nerissa se sintió inquieta por lo mucho que había cambiado su comportamiento.

Carlotta tomó las cartas en silencio y las cortó a una mano con eficiente elegancia. Miró a Nerissa, y la luz reluciente, casi febril, que brillaba en sus ojos —enclavada de un modo tan incongruente en aquella cara arrugada y blancuzca— trajo una oleada de pánico al pecho de Nerissa. Apartó la mirada y se mordió fuertemente la lengua para distraerse. Carlotta robó una carta de la parte superior del mazo.

Nerissa cogió su carta y la puso ante ella. Carlotta hizo otro tanto, y luego cada mujer repitió el proceso hasta que ambas hubieron extraído tres cartas. El silencio impregnaba la habitación. Finalmente Carlotta extendió la mano, giró el once de leones y se quedó mirando expectante a Nerissa. Esta sintió un impulso momentáneo de tirar las cartas al suelo de un manotazo, pero lo reprimió. Rezando para que no le temblara la mano, escogió una carta al azar y descubrió el arcángel de coronas.

—Oh, caramba. Menuda suerte. —Carlotta sonrió y chasqueó la lengua con irritación fingida, pero Nerissa estaba segura de haber notado auténtico y rotundo disgusto en su voz. Ahora Nerissa ya casi tenía la certeza de que ganaría, y se relajó. La única cuestión sería cómo negociar el tamaño exacto de la dote una vez terminada la partida.

Carlotta giró el nueve de coronas, y Nerissa respondió inmediatamente con el tres de sierpes. Carlotta vaciló por primera vez, que Nerissa recordara, con la mano cernida sobre su última carta.

—Podríamos dejarlo en empate —sugirió, arqueando una ceja y con voz melosa—. Siendo la apuesta tan alta, lo justo es darte una última oportunidad de retirarte.

Nerissa no tenía ya ninguna duda de que la mujer estaba chiflada. Teniendo ahí la segunda carta más alta de la baraja, era prácticamente imposible que no ganara. ¿Por qué iba ella a dejarlo en tablas? ¿Y quién se retiraba de una partida de cartas antes de girar la última? El terror se apoderó de ella, y se preguntó si la anciana se iba a echar atrás en la apuesta. Tal vez estaba tan endeudada como Nerissa. Tal vez nunca tuvo una moneda que ofrecer a la familia, y todo esto era un juego delirante suyo. Tal vez…

Pero tal vez no. Nerissa llegaría hasta el final de esta farsa si eso suponía la más mínima esperanza de casar a Elizabeth. Le devolvió a Carlotta su sonrisa de cortesía benévola y desestimó la idea con un gesto de la mano. —¿Y privarla a usted de la posibilidad de ganar? Jamás. Tal vez tenga usted ahí el arcángel de estrellas.

Carlotta miró la carta como si considerara la posibilidad de que bajo los dedos tuviera en efecto el arcángel de estrellas de la baraja, y de repente giró la carta con tanta fuerza que Nerissa dio un respingo.

El dos de leones.

Las dos mujeres rieron, una risita ahogada muy practicada que trivializaba los momentos incómodos y tranquilizaba a los presentes al demostrar que el decoro no se había traspasado de un modo irreparable. Pero Nerissa sentía cómo la tensión abandonaba su cuerpo como un líquido inmundo, y la mano libre de Carlotta se aferraba al puño de su bastón con una fuerza extrema. Sus dedos encogidos quedaron suspendidos sobre la carta, como si hubiera una manera de darle de nuevo la vuelta para obtener un resultado distinto.

—Oh, mi querida Carlotta. Me temo que me ha dado un susto… —Nerissa comenzó la frase, pero, una vez más, la mujer se puso de pie rápidamente y salió de la estancia sin echar la vista atrás. Nerissa la siguió, sin estar segura de cómo abordar el tema del pago de la dote. Finalmente decidió que si Carlotta pretendía desentenderse de la apuesta no había nada que perder, y que, si pensaba cumplir con su parte, era obvio que Nerissa iba a tener que sacar el tema antes de que Carlotta saliera de la casa.

—Bueno, pues, Carlotta. Deberíamos discutir…

A una carta

Joyero

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