Nerissa irguió la espalda y se obligó a controlar los nervios. Miró por toda la estancia: lo mejor del mobiliario que quedaba, un par de elegantes lámparas de aceite que brillaban intensamente, un carrito con prácticamente la última botella de vino de Kehjistan y dos copas, y, por supuesto, sobre la mesa oscura y lustrosa, una baraja de cartas.

Nerissa había elegido esas cartas a propósito, pues estaban adornadas con el escudo de la familia Natoli. Le gustaba pensar que, si iba a jugarse el futuro de la Casa Natoli, al menos podría elegir unas cartas que reflejaran lo elevado de la apuesta.

Y, sí: la apuesta. Nerissa miró una vez más la caja recubierta de terciopelo que había colocado junto a las cartas. Dentro estaba hasta la última pieza de joyería que pudo reunir, una fortuna para un plebeyo de la calle, pero una apuesta pequeña con la que intentar recuperar las riquezas de su familia. Nerissa sabía que debería ganar, y ganar repetidas veces, para volver a situar a la familia en igualdad de condiciones. Pero no podía permitirse el lujo de ganar muy rápidamente para no ahuyentar a esa encantadora vieja. No, aquello iba a requerir finura, delicadeza y cuidado.

—¡Nerissa! ¡Mira!

Sus pensamientos se hicieron añicos y dio un respingo nervioso cuando su sonriente hermana entró en la habitación dando saltos. Elizabeth estaba cubierta de pies a cabeza con lo que parecían grandes hojas de colores carmesí, ocre y naranja en movimiento. Nerissa retrocedió ante aquella visión, pero consiguió esbozar una leve sonrisa para no desentonar con la alegría que desprendía el rostro redondo y radiante de Elizabeth. Aunque no podía evitar sentirse contrariada a veces por la aparente indiferencia de Elizabeth ante su situación cada vez más difícil, tampoco era capaz de evitar sentirse fascinada por la belleza y la vivacidad de su hermana. Sería perfecta para cualquier caballero de Westmarch, y para al menos unos cuantos de menor nobleza, si por lo menos contara con una dote suficiente. Pero la dote se empleó para pagar las deudas de Ashton, y ahora a Elizabeth le esperaba una vida larga y solitaria o, lo que era peor, un matrimonio con algún plebeyo ambicioso que quisiera comprar su pertenencia a la familia Natoli. Nerissa se estremeció ante aquel pensamiento e intentó conservar la sonrisa mientras Elizabeth daba botes por la sala en algún tipo de danza juguetona.

—¿Lo ves? ¿Ves qué soy?

Nerissa contuvo las respuestas mordaces que le vinieron a la cabeza y se conformó con algo indiferente: —No sé… ¿Un juglar?

Elizabeth pareció detenerse a medio salto para mirar atónita a su hermana. —¿Un juglar? ¿Me tomas por un bufón, hermana? —Intentó mostrarse severa, pero se le escapó una sonrisa y soltó una carcajada armoniosa mientras daba vueltas en torno a Nerissa, casi haciéndole perder el equilibrio—. Dentro de dos semanas es la fiesta de los Lancaster, y por una vez puedo volver a ir.

Agarró a Nerissa por los hombros con la alegría sincera de una niña, esperando conseguir que la aburrida y poco imaginativa de su hermana mayor lo entendiera. —Dices que no puedo ir porque no nos podemos permitir trajes nuevos. ¡Pero la Sra. Lancaster dice que esta vez nos tenemos que hacer todos nuestros propios disfraces! ¡O sea que pienso ir!

Se alejó de un salto y adoptó una pose. Nerissa recobró el equilibrio y comprobó que la disposición de las cartas y el vino no hubiera sido alterada.

—El tema de la fiesta es “el tiempo” —entonó Elizabeth con seriedad fingida—. ¿Adivinas ya qué soy?

Nerissa volvió a centrarse en la chica y le dio un repaso. Mirándola más detenidamente, podía ver que Elizabeth estaba medio cubierta con trocitos de pergamino y retales prendidos cuidadosamente con alfileres a un viejo vestido marrón. Quería complacer a su hermana, pero aquel no era el momento para adivinanzas. —¿Un árbol?

Elizabeth abandonó la pose con un suspiro de exasperación y sacudió sus rizos mirando a Nerissa. —No, so taruga. Soy el otoño. ¿No ves las hojas? —Durante un instante, Nerissa percibió un atisbo de auténtica preocupación en los grandes ojos marrones de su hermana, la leve duda de una chica que, al fin y al cabo, llevaba un vestido del año pasado adornado a toda prisa con pedazos desechados de pergamino y gasas. Nerissa se conmovió y rodeó a Elizabeth con sus brazos.

—Claro que sí. Eres el vivo retrato del otoño. Serás la comidilla de la velada.

—¡Por supuesto! —Elizabeth se zafó del abrazo de Nerissa con gesto imperioso, y luego soltó una risita—. Oh, gracias, Nerissa. Ahora tengo que seguir recortando hojas. Maurice me está ayudando, pero se tarda tanto en hacerlas.

Y de golpe y sopetón se fue, esfumándose de la habitación como un espíritu. Nerissa suspiró y se dio cuenta de que ya no estaba tensa o inquieta. Cogió el mazo de cartas y comenzó a barajarlas despreocupadamente. Por más que a Nerissa le preocupara la casa, Elizabeth era el mayor peso en su corazón. Recuperar lo bastante de su fortuna como para casar bien a su hermana la aliviaría más que ninguna otra cosa, y eliminaría la vergüenza que la acosaba a diario por las perspectivas decrecientes que veía para Elizabeth. Un buen matrimonio para Elizabeth, pensó, e hizo rechinar los dientes con impaciencia. La oportunidad estaba ahí, y pensaba aprovecharla.


—Oh, no, querida. Me temo que ya no tomo nada de alcohol. —Carlotta hizo señas con su mano diminuta para que le apartaran la copa de vino que le ofrecían, y Nerissa la devolvió a la mesa, decepcionada. A veces el alcohol le daba una cierta ventaja, pero Nerissa tampoco contaba con ello. Estaba atenta, alerta, preparada, casi ansiosa de que la partida comenzara.

—A mi edad, ya sabes, en fin… hay que renunciar a ciertas cosas. —Carlotta sonrió de manera cómplice, y Nerissa respondió riendo educadamente, aunque en realidad no tenía ni idea de qué edad tenía aquella extraña mujer. Solamente que había pasado a la "ancianidad" hacía tiempo, pero que aún no había llegado a "muerta".

—Bueno —Sonrió Nerissa—. ¿A qué vamos a jugar? ¿Al tempranillo? ¿Al albur? ¿Al gamusino, tal vez? Nerissa tenía la esperanza de que fuera al gamusino, ya que se le daban especialmente bien las vertiginosas declaraciones y contradeclaraciones del juego de Kehjistan. Pero estaba preparada para jugar a cualquiera de esos juegos o, para el caso, cualquier juego que su invitada pudiera sugerir.

—Oh, no. El gamusino es demasiado rápido para mí. Prefiero algo más sencillo. Muy sencillo. —Asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo consigo misma, y Nerissa esperó a oír el juego. Empezó a notarse tensa de nuevo y dio un sorbo al vino.

—Pero primero —dijo Carlotta de forma áspera, con sus manos agarrando el puño de un bastón de ébano que parecía mucho más de lo que hacía falta para sostener un cuerpo tan frágil—, la apuesta. Tenemos que hablar —y aquí pareció endurecerse ligeramente, contraerse de algún modo poco natural— de la apuesta.

Nerissa se terminó la copa de vino y la volvió a colocar a tientas en la mesa. Cogió la caja de terciopelo, mostrándola orgullosa, y abrió la tapa. El contenido refulgió. —Tengo mis joyas —contestó con toda la dignidad que fue capaz de reunir—, y algunas de estas piezas han sido de mi familia durante generaciones. Esta, por ejemplo —y sacó una peineta de filigrana de hilo de oro con un gran zafiro—, se la dieron a mi abuela el día de su boda. O esta —dijo mientras extraía con cuidado un estilete envainado en una funda ornada con tres rubíes—, la llevaba mi tío abuelo cuando estaba en la corte. En realidad solo es para hacer bonito, pero él se tenía por un gran soldado. —Rió de modo autoirónico, pero se encontró con la mirada inquietantemente acerada de Carlotta. Devolvió el cuchillo a la caja y esperó a que la anciana hablara.

—No —musitó la vieja sin dejar de mirar a Nerissa a los ojos—. No, creo que deberíamos jugar por una apuesta… bastante más alta. —Cortó de raíz la protesta balbuceante de Nerissa con un leve movimiento de una mano—. Creo que deberíamos jugar por la apuesta más alta de todas. ¿Qué es, hija mía, lo que querrías más que ninguna otra cosa en este mundo?

Nerissa titubeó, sin estar segura de si aquella vieja estaba loca, bromeaba, o a saber qué. ¿Era aquella su manera de ofrecerse a saldar de golpe todas las deudas de la familia? Las posibilidades se agolpaban en su cabeza.

—Antes de que respondas, ten en cuenta que debes tener cuidado con lo que pides. Las cosas que queremos tienden a volverse en nuestra contra. —Carlotta sonrió, y Nerissa comprendió de repente que aquello era una prueba. Claro. La anciana no solo se ofrecía a hacerse cargo de la deuda; estaba poniendo a prueba a Nerissa para ver qué diría ella. Elaboró su respuesta meticulosamente, como si fuera el deseo sincero de una esposa leal, y no una decisión económica deliberada.

—Me gustaría que volviera mi amado esposo, Ashton. Sobrio, reformado y con toda su riqueza. —Intentó que eso último sonara como algo que se le hubiera ocurrido en el último momento, y no su deseo más ferviente.

—Muy bien, querida. ¿Y a cambio? ¿Cuál es tu posesión más valiosa? ¿Qué es lo que siempre has llevado más adentro y que solo tú puedes dar?

A Nerissa, que se consideraba más bien sagaz para los acertijos, casi se le escapa un "Mi corazón" como respuesta obvia. Pero la idea de que aquella cosa decrépita quisiera su corazón casi le hizo soltar una carcajada.

En vez de eso, contempló el extraño brillo en los ojos de Carlotta y vaciló de nuevo. ¿Cuál sería la respuesta adecuada? Entonces cayó en ello, y honró a Carlotta con una halagadora sonrisa indulgente, como la que se ofrecería a un niño que pide una golosina antes de la cena.

—Preferiría que eligiera usted, por supuesto. A cambio de mi deseo más profundo, apuesto cualquier cosa que yo tenga y que usted quiera.

—Hecho —replicó Carlotta, casi sin dejar terminar a Nerissa. La brusquedad de su acuerdo sobresaltó a Nerissa, y la dureza de su mirada pareció intensificarse en una chispa metálica durante un mero instante. ¿O tal vez no? Nerissa se contuvo y se sirvió otra copa de vino. Esa vieja estaba jugando con ella. O, más probablemente, el estrés y la ansiedad, junto con la increíble posibilidad de liquidar las deudas de la familia, hacían que simplemente estuviera con los nervios de punta. Observó detenidamente a Carlotta y no vio más que unas mejillas pastosas y los surcos profundos de una cara rellenita acostumbrada a reír y sonreír. Nerissa se reprendió por pensar mal de ella. Tal vez sí que la mujer estuviera un poco descentrada, pero iba a ser su salvadora, una viejecita excéntrica e inofensiva, y si quería jugar por una apuesta imaginaria antes de otorgarles su fortuna a ella y Elizabeth, pues que así fuera. Estaría dispuesta a cantar canciones infantiles y jugar a las palmitas si eso fuera lo que esa vieja pánfila quisiera, siempre que al final ella se llevara su recompensa.

—Muy bien, pues. —Carlotta cogió las cartas, cortándolas hábilmente con una mano—. Será un juego sencillo. Yo robaré una carta, y luego tú robarás otra. Lo repetiremos hasta que cada una tenga tres. Entonces mostraremos nuestras cartas una a una. —Le hizo un movimiento con la cabeza a Nerissa como preguntándole si lo estaba entendiendo—. Al acabar, quien tenga la carta más alta gana.

¿Qué era esto? Nerissa estaba más segura que nunca de que la vieja chocheaba. Eso no era un juego de habilidad, era pura suerte. ¿Iba a jugarse lo que quedaba de la fortuna de su familia a una carta? Todo en Carlotta había indicado que quería una partida estimulante, pero aquello no era más que una insensata apuesta a una posibilidad al azar. Aun así, era la persona que tenía la fortuna que podía o no darle, y Nerissa iba a hacer cuanto estuviera en su mano para seguirle la corriente.

—La carta más alta gana. Cómo no. —Le indicó con un gesto a Carlotta que robara una carta. La anciana asintió suavemente, provocando el leve balanceo de sus rizos blancos como la nieve, y extendió la mano para coger una. Nerissa hizo lo propio, y pronto ambas tuvieron ante sí tres cartas boca abajo en la mesa. Sin decir una palabra, Carlotta giró su primera carta.

—Oh, porras —masculló, y se rió como una niña. La carta era el tres de coronas, que difícilmente le haría ganar la partida. Se quedó mirando a Nerissa con ojos ansiosos y las manos en el regazo. Un tanto incómoda por aquel entusiasmo, Nerissa dio la vuelta a su primera carta, deseosa de que la partida terminara para pasar a lo que realmente importaba, y descubrió el doce de sierpes. No era en absoluto una mala carta.

Carlotta giró rápidamente su siguiente carta, el siete de sierpes, y volvió a mirar a Nerissa con esos ojos apasionados, ávidos. Nerissa titubeó; no había nada que pensar, ninguna estrategia, pero aun así no le gustaba la idea de ir girando cartas a ciegas hasta que la partida hubiera terminado. Se debatió entre las dos cartas que le quedaban y finalmente giró el ocho de leones.

Se relajó un poco. Aquello era una estupidez. Un juego estúpido, una apuesta estúpida y una vieja estúpida, pero el juego auténtico —lo que realmente estaba en juego—no podía ser más serio. Nerissa se planteó qué sería lo primero que haría en cuanto la partida hubiera concluido. Siempre se le había dado bien interpretar las expresiones y juzgar el comportamiento de sus oponentes, y ahora escudriñaba el rostro de Carlotta cuando esta tendía la mano sobre la última carta.

A Nerissa se le escapó un grito ahogado cuando vio la emperatriz de coronas. Aquello sería difícil de superar. Carlotta levantó la mirada con un brillo que casi se diría de depredador en los ojos. Nerissa retrocedió y luego se recompuso. ¿Qué locura era aquella? Ahí estaba una anciana encantadora, a punto de entregarle una fortuna a su familia, y ahí estaba Nerissa, tomándose esa partida de apuesta imaginaria como si tuviera alguna importancia. Se rió, y sonrió a su benefactora. —Bueno, está claro que ahora tiene ventaja, querida. A ver qué puedo sacar yo…

Cuando Nerissa vio la emperatriz de estrellas, sintió que una palpable oleada de alivio la inundaba. Carlotta simplemente chasqueó la lengua e inmediatamente se recompuso y se levantó. Nerissa no tuvo tiempo siquiera de proponerle una segunda mano antes de que la mujer se hubiera excusado y marchado de la sala. Nerissa le fue detrás, medio desesperada por si de algún modo la había ofendido o había perdido su oportunidad.

—Bien jugado, querida. No hace falta que me acompañes. —Carlotta ni siquiera volvió la cabeza, y Nerissa intentó que no se le notara el tono de súplica en la voz, pero sin éxito.

—¿Qué me dice de otra mano? Ha estado a punto de ganarme. ¿Le apetece una copa de Kehjistan blanco? O una...

A una carta

Joyero

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