La sonrisa entretenida de Nerissa se convirtió en una mueca de agria determinación. —Muy bien, Maurice. Hazla pasar. —Nerissa se reclinó en su butaca y contempló nuevamente las cartas. En ya dos ocasiones le habían dado la victoria, y aun así había perdido más con cada partida. Pero esta noche sería distinto, pensó, y se sirvió una copa de vino. Esta noche, si todo iba según lo previsto, no importaría que esa fuera casi la última botella de la casa, reflexionó mientras paseaba el penetrante licor por su boca. Claro que con esta… esta bruja, o demonio, o lo que quiera que fuera la mujer, no podía estar segura de que las cosas fueran según lo previsto. Pero estaba decidida. Se había comprometido, y ahora era el momento de llegar al final de la partida. Colocar a Maurice en las cortinas había sido su primer movimiento en el nuevo gambito. Esta noche no se iba a dejar sorprender.

No obstante, en lugar de la llamada a la puerta, Nerissa oyó el repiqueteo entrecortado de ese espantoso bastón de ébano en los suelos de mármol. Era imposible que Maurice hubiera ido cojeando tan rápido hasta la puerta para abrirla, y de hecho no había oído en absoluto que la gran puerta de roble se abriera. Y sin embargo, Carlotta estaba en su casa, subiendo ya rápidamente por las escaleras, acercándose con cada golpe insistente del bastón en los escalones.

Nerissa escuchó el ruido ascender por la escalinata y aproximarse luego a la habitación, con Maurice siguiéndolo trabajosamente. Carlotta irrumpió en la estancia, y Maurice anunció: —La Sra. Carlotta. —Ya más bien sin ningún sentido.

Nerissa, con toda la intención, no se levantó a recibir a su invitada. Se arrellanó en su butaca. Notaba que Carlotta tenía tantas ganas de jugar como ella, y había decidido que esta vez sería la vieja quien le fuera detrás a ella.

Carlotta no hizo ninguna indicación de haberse dado cuenta del desprecio, pero Nerissa sabía demasiado de relaciones sociales como para dejarse engañar. La anciana se sentó con un gruñido, sujetando fuertemente su bastón con ambas manos. Nerissa levantó al fin la vista de las cartas y le dedicó una sonrisa tirante, artificial.

—¿Vino?

Carlotta le devolvió la sonrisa, sin que apenas se le vieran los dientes. —Gracias. No.

Las dos mujeres se miraron fijamente, y Nerissa analizó a Carlotta, que ya no era la aristócrata viuda de carrillos sonrosados a la que había conocido en el carruaje. Las mejillas estaban hundidas, los labios agrietados, los dientes… de algún modo más afilados. Una luz de hambre voraz y desesperado le brillaba en los ojos, y a Nerissa se le ocurrió que las noches anteriores debían de haber sido duras para aquella criatura antigua. Había hecho un gran esfuerzo para traer un grave y terrible sufrimiento a la casa de Nerissa, y no se había llevado nada a cambio. Nerissa tomó otro sorbo de vino, dejando que el silencio flotara en el aire. Su madre le había enseñado que era un enorme error dejar entrever en algún momento a tu adversario lo mucho que querías algo: una necesidad siempre era una debilidad, le había dicho. Pero Nerissa sabía por la forma como las manos ajadas de Carlotta envolvían y se enroscaban sin descanso en torno al puño de su bastón que esa criatura necesitaba profundamente la partida de esta noche. Muy bien, pues. Aquel sería su punto de apoyo.

Nerissa cogió el joyero recubierto de terciopelo y lo abrió, sosteniéndolo para que Carlotta examinara el contenido. —Nos hemos apostado palabras y promesas, pero estas reliquias son diamantes y oro. ¿Seguro que no preferiría que jugáramos por… una apuesta bastante más alta?

Algo parecido al pánico brilló en los ojos de Carlotta, y su mandíbula se tensó por un momento antes de sonreír servil. —No, querida. Eso no bastaría. Si voy a concederte tu mayor deseo, debes ofrecerme tu posesión más valiosa. —Su lengua chasqueó sobre los labios con la destreza de un reptil, y Nerissa la imaginó bífida y siseante. Asintió con aprobación.

Al ver eso, a Carlotta se le dibujó una sonrisa sincera pero profundamente maliciosa. —¿Y qué nos apostaremos esta noche? ¿Qué es, esta noche, lo que más deseas?

Nerissa sonrió tranquilamente, pero su corazón latía con fuerza en su pecho. No tenía ninguna duda de que, si perdía, esa mujer lo reclamaría de algún modo. Articuló sus palabras cuidadosamente, pero encubiertas en un tono despreocupado. —Solo querría que Elizabeth volviera a ser hermosa y feliz.

Carlotta tomó aliento para responder, pero Nerissa la interrumpió levantando un dedo.

—Pero, esta noche jugaré con la condición de que Elizabeth también tenga su felicidad y belleza mientras dure la partida, hasta que yo gire mi última carta.

Carlotta la fulminó con la mirada, desconcertada. —¿Quieres tener lo apostado antes de ganarlo? Eso es ridículo.

—Si me lo puede ofrecer, me lo puede quitar si pierdo. —Nerissa sonrió dulcemente—. Lo único que pido es que Elizabeth disfrute de unos breves instantes de felicidad y hermosura. A menos, claro, que usted prefiera jugar por una apuesta menor. —Hizo un leve gesto con la mano hacia el joyero abierto, y Carlotta negó con la cabeza, con el rostro dividido entre la furia y la ansiedad.

—No. Claro que no. Pero pides demasiado. No puedes tener lo apostado antes de ganarlo.

Nerissa sentía que andaba en la cuerda floja del decoro, sopesando el empeño de Carlotta de salirse con la suya y el evidente hambre de la vil criatura. Sonrió con soltura adquirida y calibró la incertidumbre en los ojos de Carlotta, el tic nervioso de los dedos, el ángulo ansioso de sus hombros. Era la viva imagen de la necesidad, por más que intentara enmascararlo.

Nerissa miró fijamente a Carlotta durante un largo instante, luego se encogió de hombros como admitiendo la derrota e indicó de nuevo el joyero. Ladeó la cabeza con insolencia, retando a Carlotta a aceptar las joyas y adornos.

A Carlotta, con los dientes al descubierto, le hervía la sangre.

—Que así sea. —Dio una palmada y Nerissa soltó un grito ahogado a su pesar. Durante un instante, la luz de la lámpara había parpadeado, y en las sombras los ojos de Carlotta habían brillado como brasas ardientes. La anciana sonrió, triunfante y rapaz, y Nerissa luchó por recobrar la compostura. Carlotta parecía aún más marchita y raída que hacía tan solo un momento. Pero nunca había tenido un aspecto más letal.

Inmediatamente, llegó del pasillo el golpeteo de pies descalzos, casi corriendo. Carlotta sostuvo la mirada de Nerissa, con el atisbo de una sonrisita de suficiencia tirándole de la comisura de la boca. Nerissa sonrió con benevolencia, como si contemplara a un invitado especial en una cena de gala. Su estómago se retorcía en un nudo doloroso, pero su cara transmitía insulsa afabilidad.

La puerta se abrió de golpe, y ninguna de las mujeres se movió. Elizabeth corrió junto a Nerissa, llevando solo puesta su enagua, con su dorada cabellera suelta sobre sus hombros, y sus delicadas facciones más radiantes y bellas que nunca.

—Oh, Nerissa, he tenido un sueño extrañísimo. Era… era… oh, vaya. —Soltó una risita, llevándose los dedos a la boca—. He olvidado qué era.

Nerissa alzó finalmente la vista hacia ella, girando la cabeza con precisión indolente. —Eso tiene gracia, Elizabeth, cariño. Pero me temo que ahora mismo tengo una invitada más bien importante.

Elizabeth pareció ver a Carlotta por primera vez y retrocedió ligeramente. —Oh, siento mucho interrumpir. ¿En qué estaría yo pensando? —Daba la sensación de no saber qué hacer, aterrada por la horrible arpía pero demasiado arrebatada para marcharse—. ¿Debería… irme ya?

La vieja contempló a Elizabeth, y la chica se encogió detrás de la butaca de Nerissa. —Sí, Elizabeth —graznó Carlotta con voz ronca, con sus dedos apretando con más fuerza el puño de su bastón de ébano—. Despídete de tu hermana.

Los ojos de Nerissa se entornaron, y Carlotta sonrió con evidente crueldad, lejos ya cualquier fachada de cortesía. Nerissa mantuvo su mirada fija en Carlotta durante un instante más, y luego se giró para ofrecer una sonrisa sincera y cariñosa a su desconcertada hermana. —Adiós, Elizabeth —susurró, y Elizabeth retrocedió involuntariamente.

—Adiós —respondió ella vacilante, y luego se dio la vuelta, yéndose casi corriendo de la habitación.


—Bueno. —Carlotta cortó las cartas, y Nerissa titubeó, y luego robó. Con las seis cartas sobre la mesa, sintió que la duda volvía a aflorar en ella. Se obligó a disiparla, decidida a llegar hasta el final. Descubrió la carta que tenía más a la derecha y reprimió la excitación de ver el alfil de estrellas. Carlotta emitió un ruidito de desaprobación y giró el cinco de sierpes. Miró a Nerissa con absoluta impaciencia en los ojos, y Nerissa tuvo que dominarse para no echarse atrás.

Extendió la mano, indecisa, y entonces volteó la carta y oyó la grosera risilla de Carlotta. El dos de leones no le iba a ser de gran ayuda. Nerissa echó una mirada al joyero cuando la mano de Carlotta se cernía sobre sus dos cartas restantes, descendiendo finalmente sobre una.

Soltó un auténtico bramido de placer al girar el arcángel de estrellas. Se reía y se balanceaba en su asiento, mientras a Nerissa la cabeza le daba vueltas. La carta más alta de la baraja. Miró su última carta, sabiendo que no importaba lo más mínimo. Y aun así…

—Vamos, queridita. —Carlotta ya ni se molestaba en disimular su regocijo malévolo—. Dale la vuelta. Acabemos con esto, ¿quieres? —Su sonrisa era pura depredación, y Nerissa se sorprendió preguntándose cómo se hacía la vieja bruja con los corazones de la gente. ¿Los aspiraba por la boca? ¿Desgarraba el pecho con esos dedos como garras? ¿O simplemente roía el esternón como una rata horriblemente descomunal?

Sacudió la cabeza para arrinconar esos horrores y sonrió a Carlotta. —Por supuesto, aún no es tarde para dejarlo en tablas. O para cambiar la apuesta… —Cogió el joyero una vez más y acarició el zafiro de la peineta, y resiguió con los dedos las joyas del mango del estilete.

—No —espetó la anciana, inclinándose hacia delante en su butaca—. Lo habías aceptado. Has perdido. Ahora gira la carta y terminemos con el juego.

—Sí —respondió Nerissa, con puro temple en su voz—. Terminemos con el juego. —Y con un rápido movimiento, sacó el estilete de su funda. Carlotta chilló y alzó el bastón para rechazar el golpe, con un fuego antinatural llameándole en el mango, pero Nerissa dio la vuelta al cuchillo y lo hundió en su propio pecho. Salió sangre carmesí a chorros, salpicando las cartas, y Carlotta retrocedió, gruñendo con furia animal. La brillante sangre arterial caía sobre la mesa con una fuerza rápidamente decreciente, hasta que los ojos de Nerissa se pusieron en blanco y se desplomó en su butaca. La sangre caía ahora suavemente, empapando lentamente su corpiño de brocado.

Carlotta se quedó quieta largo rato, respirando con leves jadeos, con su lengua bífida lamiendo unos labios escamados. Su mirada pasó del cadáver que se enfriaba a la partida inacabada en la mesa.

Desde algún lugar de la casa oyó el golpeteo sordo de los pies de Elizabeth y comprendió, con creciente desazón, que el hechizo que había lanzado sobre la joven duraría hasta que la partida terminara. La arpía silbó y extendió la mano para dar la vuelta a la última carta de Nerissa, pero se paró en seco. La acción sería inútil. Las condiciones del juego habían sido fijadas, inquebrantables.

Hasta que yo gire mi última carta, había dicho Nerissa.

Con gran esfuerzo, Carlotta se puso en pie, apoyándose pesadamente en su bastón.

—Bien jugado, querida. Muy bien jugado.

Dio la espalda a las cartas ensangrentadas y, con pasos lentos y dolorosos, salió renqueante de la habitación.

A una carta

Joyero

Descargar el relato en formato PDF