Horas más tarde, los grupos de guerra de las Siete Rocas se habían dispersado entre los matorrales y lianas de su selvático hogar. Benu avanzó solo con la esperanza de que eso le trajera claridad. Le acompañaban un par de adustos sabuesos desnudos. Eran criaturas que no pertenecían a la tierra, brutales, precisas, nacidas de carroña y ancestral magia umbaru.

Cada temporada, después del Igani, se cosía a los cadáveres vacíos de los tributos para darles forma de perro y luego se les rellenaba con compuestos de hierbas y hojas secas. El cráneo hervido de una bestia servía como cabeza, colocado justo encima de una melena de plumas. Con la bendición de los espíritus, estos seres zombificados fungían como leales sirvientes bajo las órdenes del santero.

Los sumos sacerdotes le obsequiaron dos de éstos a Benu antes de su primer Igani, pero no los usó. El orgullo le condujo a enfrentar esa guerra ritual sólo con su fuerza y astucia. Ahora sólo pensaba en sobrevivir. Nombró a los perros Chena (que significaba fiebre) y Owaze (vuelo). Avanzaban juntos en perfecta sincronía a través de la maleza densa y salvaje, corriendo al ritmo de corazones espectrales.

Una risa aguda e inquietante brotó entre las hojas, su dirección desconocida. Chena y Owaze se detuvieron, mirando con ansias hacia todos lados. Benu giró para buscar el origen del sonido. El joven santero tomó la empuñadura de la daga que descansaba en su cinturón y ésta emitió un sonido estridente y familiar cuando la desenvainó.

La voz se carcajeó. En la penumbra de la jungla, las sombras tenían diversas maneras de ocultar las cosas. De súbito, una pequeña bolsa —no mayor a la palma de la mano de un niño— cayó desde la bóveda. Benu se alejó por instinto, había aprendido a temer a las mil maldiciones que podían contener objetos así.

Sus sabuesos, por otra parte, no hicieron lo mismo. Se abalanzaron contra el objeto como si estuviesen luchando por un hueso fresco. Rajaron la bolsa con sus colmillos, liberando una enfermiza nube de polvo verde. Los sabuesos trastabillaron como si los hubiera afligido algún tipo de vértigo. Mientras luchaban por recuperarse, Benu sólo podía observar y preguntarse qué les ocurría.

La voz gritó un breve conjuro: ¡Gowaia fen! Bo'ta! El siseo de una pequeña sonaja acentuó el llamado. Con esto, Benu comprendió. En conjunto, el hechizo y la bolsa constituían un descuidado intento de control mental. Habría fallado en Benu o en cualquier otro santero capaz, pero los sabuesos eran criaturas simples y de voluntad débil.

—¡Cobarde! —Gritó Benu en dirección a la jungla.

Un gruñido escapó de las bocas sin piel de Chena y Owaze. Ambos se lanzaron contra su presa y atacaron con colmillos y garras la carne que dejaba expuesta el atavío ceremonial de Benu.

Luchando por evadir sus salvajes embates, el santero tomó un cráneo que pendía de su cinturón. El artefacto estaba tratado con aceites incendiarios y magia. Benu lanzó el objeto contra sus sirvientes y se prendió al contacto. La efigie de un hombre cobró vida y llamas hambrientas envolvieron a las bestias, pero éstas ni se inmutaron. Sus cuerpos cadavéricos no sentían nada ni se detenían.

El santero se hizo a un lado y lanzó una melodiosa contramaldición. Pequeñas motas de energía azul surgieron de su boca y se impactaron contra los sabuesos, proyectándolos como trapos fantasmales. Sin embargo, no tuvo efecto sobre el hechizo de la voz. Aún si Benu era capaz de esquivar a los perros, sabía que su enemigo preparaba otro ataque.

Si se rendía, el curso de los acontecimientos regresaría a su cauce, tal como dictaba la práctica de miles de años de los umbaru. Sin embargo, Benu no podía comprender la rendición voluntaria.

La vida en este reino no debe desperdiciarse así, no hay necesidad de tal sacrificio… de este Igani… Esas fueron las palabras del hereje y ya no sonaban tan deshonrosas como antes.

Benu apretó los dedos en torno a la empuñadura de su daga, buscando con desesperación una oportunidad para atacar. Chena y Owaze ululaban con cada paso y la voz rió con satisfacción. Se formó un nudo en la garganta del joven santero y le costaba trabajo respirar. Descargó un tajo con su daga, que rebanó el pellejo de Chena justo cuando Owaze se abalanzó. Benu saltó hacia el suelo, evitando por nada el embate. Los sabuesos le rodearon, listos para atacar.

Sin advertencia alguna se abrió la maleza esmeralda detrás de Owaze, revelando a una hija de las Siete Rocas. Era aterrador verla con todo su atavío emplumado. Cuatro cuernos torcidos salían de su máscara, coronados por plumaje de profundo carmesí. La recién llegada extendió su palma frente a sus labios, visibles por la abertura en la parte inferior de su semblante de madera. Luego, con tos prolongada y gutural vomitó un enjambre de langostas que se dirigieron hacia las copas de los árboles.

El santero oculto gritó y los perros que maldijo cayeron al suelo, sus cuerpos seguían en llamas.

Los insectos hallaron a su objetivo en segundos, robándole su camuflaje y equilibrio. Una caída, un grito y el cadáver de un hombre tirado en el suelo cubierto de enredaderas. Las langostas de mil dientes, satisfechas con la victoria, se disiparon en todas direcciones como si fueran humo.

Benu, aunque agradecido, no podía evitar sentirse culpable al mirar el cuerpo. La piel de su enemigo estaba inflamada y cubierta de verdugones causados por las voraces mordidas del enjambre.

—¿Ves? Otro umbaru asesinado sin razón, —dijo la mujer enmascarada. —Aunque no estamos hechos para este mundo de sombras, debemos hacer todo lo posible por sobrevivir.

Benu reconoció la voz de inmediato. —¿Adiya? —Preguntó asombrado y horrorizado. —No eres una santera, ¿qué haces aquí?

—Los espíritus me exhortaron a seguirte, fue bueno que obedecí. —Ella ladeó la cabeza.

—Las reglas del Igani prohíben dar muerte a otros san…

—¿Reglas? —Gruñó Adiya. —¿Hablas de reglas después de todo lo que has visto? La Mbwiru Eikura no es algo que te ganes. Está ahí para todos los umbaru y lo sabes. Los sumos sacerdotes pusieron estos juegos en marcha. El hereje de las Cinco Colinas vio la verdad, ¿por qué lo niegas?

—Yo… —Comenzó a decir Benu, pero no tenía argumento qué ofrecer, al menos no uno en el que creyera en verdad. Ella tenía razón. El hereje tenía razón.

Abrumado por la descarga de emoción, Benu abrazó a Adiya y a sus palabras. Iba más allá del deseo, era el electrizante hecho de desobedecer las rígidas leyes de los sumos sacerdotes. Bajo la luz que proyectaban los restos de Chena y Owaze, Benu le quitó la máscara a Adiya y acarició sus labios con un dedo. La besó sin pensarlo y dijo, —para mostrar que somos uno en esto.

Hubo una súbita y persistente súplica de la Tierra Inconclusa mientras Adiya sonreía con complicidad. Ella cerró los ojos, como invitando a mayor indulgencia, y Benu, haciendo de lado sus inquietudes, se inclinó hacia la mujer. Cuando sus labios se encontraron, él se sorprendió al escuchar los gritos y aullidos de un grupo de enmascarados que surgió de entre la jungla aledaña. En su distracción, ninguno de los dos miembros de las Siete Rocas notó el peligro.

El aullido de muerte del enemigo y las bengalas que alguna vez fueron los leales sabuesos de Benu atrajeron a los santeros de la tribu del Valle Nublado.

En el Umbral de la Duda

Santero

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